Bruno Bettelheim (1903-1990), gran analista austriaco, fue de los primeros en enfocarse en los cuentos de hadas, o cuentos maravillosos, desde una perspectiva psicoanalítica.
Para él, esos cuentos, como todas las grandes artes, “deleitan e instruyen al mismo tiempo”. Justo cuando llegan a influir en la vida del niño, el problema más importante de este es poner orden en el caos interno que es su mente, con la finalidad de entenderse mejor a sí mismo; esto debe preceder necesariamente a todo intento de encontrar coherencia entre lo que percibe y el mundo externo.
Las historias verdaderas, realistas, pueden proporcionar una información útil y hasta interesante. Pero lo fundamental es que la manera en que estas historias se desarrollan es ajena a la manera como funciona la mente del niño; es más: en cierto sentido, va contra sus experiencias internas.
Él quizás les preste atención, pero casi nunca extraerá un significado personal que trascienda su contenido, porque “informan sin enriquecer”. El conocimiento auténtico sólo beneficia a la personalidad total cuando se convierte en “conocimiento personal”.
Por supuesto, no se trata de prohibir las “historias realistas”, que también deben ocupar su lugar en la vida del niño, sobre todo si se las combina con una orientación correcta.
Los cuentos de hadas poseen algunos rasgos similares a los de los sueños de los adolescentes o de los adultos. Cuando se analizan, la persona puede llegar a comprenderse mejor a sí misma, captando aspectos de su vida mental que habían sido distorsionados o negados. Los sueños de los niños son más sencillos: satisfacen sus deseos y dan forma tangible a sus ansiedades; tienen un contenido inconsciente apenas alterado por el yo consciente. Por esto, los niños no pueden ni deben analizarlos; su yo todavía es débil y está en formación, tiene que luchar continuamente en contra de los poderes del inconsciente, y a menudo es derrotado.
Y por esta razón el niño debe exteriorizar sus procesos internos si quiere captarlos y controlarlos. Tiene que distanciarse del contenido de su inconsciente, viéndolo como algo exterior. Para esto le sirven los juegos, y también, en los casos más complejos, los cuentos maravillosos.
En el juego, se usan objetos, como muñecos y animales de trapo, que encarnan aspectos de la personalidad del niño, demasiado complejos, inaceptables y contradictorios para que él los pueda manejar.
Algunas pulsiones inconscientes de los niños se pueden expresar por medio del juego; pero otras son demasiado complejas, contradictorias, incluso peligrosas y no aceptadas socialmente.
En estos casos, el conocimiento de los cuentos de hadas puede resultar una gran ayuda para el niño, ya que muchas de estas historias son las mismas que representa al jugar.
Con sus juegos, un niño puede dar forma a sus deseos profundos, aunque de manera indirecta; así, satisface, a través de la externalización del deseo, una necesidad que experimenta intensamente. Por eso es tan destructivo que un chico no pueda jugar.
Respecto de los cuentos de hadas, el niño que no tiene contacto con ellos se ve privado de una fuente adicional, y con ventajas propias, de esa satisfacción de deseos. Pueden hacer que una vida insoportable valga la pena (siempre que el niño no sepa lo que esas historias significan para él, desde el punto de vista psicológico).
Aunque los cuentos tengan rasgos parecidos a los de los sueños, una gran ventaja respecto de éstos es su estructura coherente: un principio bien definido y un argumento que avanza hacia una solución final, relativamente satisfactoria.
El cuento de hadas tiene otra gran ventaja, comparado con las fantasías individuales: sea cual fuera el contenido, se puede hablar abiertamente de él, porque el niño no necesita guardar el secreto de sus sentimientos sobre lo que ocurre allí, ni sentirse culpable por disfrutar de esos pensamientos. Es “solo un cuento”.
Por ejemplo, el héroe del cuento de hadas puede realizar todo tipo de proezas. Al identificarse con él, el niño compensa, con su fantasía y su identificación, los déficits reales o imaginarios de su propio cuerpo, y se siente más conforme con este.
Pero, para que el cuento consiga estos resultados positivos en cuanto a la externalización, el niño no debe percibir las pulsiones inconscientes a las que responde cuando hace suyas las soluciones de la historia.
El cuento empieza su influencia cuando el niño está en un momento de su vida en el cual, sin la ayuda de esas historias, permanecería fijado: sus sentimientos serían negados, rechazados o degradados.
La historia le abre magníficas perspectivas que le permiten al niño superar sus momentáneas sensaciones de total desesperación. Para “creerse el cuento”, y para hacer que su optimismo pase a formar parte de su experiencia del mundo, el niño necesita oírlo muchas veces. Por eso pide que se le cuente una y otra vez, como es sabido.
El niño siente cuál cuento es real y necesario para su situación interna de ese momento (a la que no puede enfrentarse por sí solo), y también siente cuándo la historia le ofrece un punto de apoyo en el que basarse cuando tiene un problema complejo. Pero este reconocimiento ocurre después de haber escuchado varias veces el mismo cuento.
Lo mismo ocurre con los sueños, que suelen ser resultado de complejos procesos inconscientes: necesitan una profunda reflexión antes de que se llegue a una comprensión de su significado latente.
Hay que tener esto muy en cuenta cuando se leen cuentos a los niños, tanto en el hogar como en la escuela. Pueden parecer fascinados, pero el verdadero efecto del cuento no se habrá logrado enseguida, la primera vez.
En cambio, cuando el narrador les da tiempo a los niños para “meditar” sobre el relato, y cuando se los anima a hablar de este, la conversación puede llegar a revelar todas las posibilidades que ofrece desde el punto de vista emocional e intelectual. Esta también es la razón por la cual las ilustraciones, al revés de lo que se supone, pueden llegar a ser contraproducentes: más que ayudar, distraen. Las imágenes fijan demasiado los sentidos, dan cuerpo a lo que el niño debería imaginar por sí mismo. Como en los sueños, en los cuentos de hadas las asociaciones propias del niño son necesarias para que la historia adquiera su mayor importancia posible, en el nivel personal. Por esto, un cuento pierde gran parte de su significado personal cuando un dibujante encarna sus personajes y sus acontecimientos, en lugar de que esto lo haga la imaginación del niño.
Antes y durante el período edípico (de los 3 hasta los 6-7 años, aproximadamente), la experiencia del mundo que posee el niño es caótica; pero esto es así desde el punto de vista del adulto, que puede tener conciencia de lo que significa el caos, y compararlo con el supuesto no-caos.
Debido a los “combates” que libra durante este período edípico, el mundo externo adquiere un significado más importante para el niño, que empieza a sentir interés por encontrarle sentido. Ya no está tan convencido de que ese modo confuso es el único posible y adecuado. Para poder poner orden en su visión del mundo, separa las cosas por parejas de contrarios.
Pero, mientras los adultos aprenden (hasta cierto punto) a integrar esos contrarios, el niño se ve abrumado por las ambivalencias producidas en su interior. Experimenta estas dobles sensaciones (amor y odio, deseos y temores) como un caos incomprensible. Se ama o se odia, no hay medias tintas.
Precisamente así es como el cuento de hadas describe el mundo: los personajes encarnan la maldad o la bondad en estados puros, extremos. Los personajes son de una sola dimensión, lo que permite que el niño comprenda más fácilmente sus acciones y reacciones. Mediante imágenes sencillas y directas, los cuentos lo ayudan a seleccionar sus sentimientos complejos y ambivalentes: cada uno de ellos ocupará el lugar que le corresponde, en vez de formar un conjunto incoherente y confuso. Cuando escucha un cuento, el niño toma ideas sobre cómo poner orden en ese caos de su vida interna.
Freud había llegado a la conclusión de que la mejor manera de poner orden en el caos de contradicciones que coexisten en nuestra mente es la creación de símbolos para cada uno de los aspectos de la personalidad, que él denominó ello, yo y superyó.
Algo de eso hace el niño; pero, paradójicamente, sin que se pierda la esencia de que estas entidades son ficciones, útiles para ordenar y comprender los procesos mentales. De hecho, estas abstracciones no son tan diferentes de las personificaciones que típicamente interactúan en los cuentos de hadas.
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