Más tarde, Lacan va a proponer formulas más específicas para el fantasma del histérico y el del neurótico obsesivo; pero siempre hay que tener en cuenta que el analista, más allá de estas estructuras generales (cuasi fórmulas), debe prestar mucha atención a los rasgos singulares que integran la escena fantasmática de cada paciente en particular.
Estos rasgos (en cierto sentido, siempre únicos) expresan el modo peculiar que adquiere el goce del sujeto, pero de manera distorsionada. Y esta distorsión caracteriza el fantasma como una formación de compromiso: es lo que le permite al sujeto sostener su deseo.
Más allá de la gran cantidad de imágenes que aparecen en los sueños y en otras formaciones, hay siempre un “fantasma fundamental”, según Lacan, que es inconsciente. En el curso de la cura, el analista debe reconstruir el fantasma del analizante en todos sus detalles, pero el tratamiento no se detiene ahí: el analizante debe persistir hasta “atravesar el fantasma fundamental”; esto es: la cura debe producir (si produce algo) alguna modificación en el modo de defensa fundamental del sujeto, alguna alteración en su modo de goce.
Lacan reconoce el poder de la imagen en el fantasma, pero insiste mucho en que ese poder no se debe a una cualidad intrínseca de la imagen, sino al lugar que ocupa en una estructura simbólica; y esta estructura siempre es “una imagen puesta a trabajar en una estructura significante”.
Correlativamente, Lacan critica la explicación kleiniana del fantasma porque esta no toma en cuenta totalmente esta estructura simbólica y, por lo tanto, permanece en el nivel de lo imaginario: cualquier intento de reducir el fantasma a la imaginación sería una grave equivocación.
En la década de 1960, Lacan dedica todo un año de seminario a examinar lo que llama la “lógica del fantasma”; esto debía dejar bien en claro, una vez más, la importancia de la estructura significante en su globalidad, por sobre los aspectos parciales puestos en juego.
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