La noción de fantasma es crucial en la obra de Freud. Muy tempranamente, el maestro de Viena reconoció que los recuerdos de una seducción precoz son, a veces, producto del fantasma, y no de un abuso real (lo que suele llamarse “abandono de la teoría de la seducción” y atribuirse a diversas causas, incluso de conveniencia, por parte de Freud).
Esto parecería implicar que el fantasma es opuesto a la realidad, que impide percibirla de modo “correcto”, que es un producto ilusorio de la imaginación o de la fantasía (en inglés, de hecho, se tradujo como “fantasy” o “phantasy”).
Pero, a su vez, esto supondría una concepción ingenua de la realidad, como si esta fuera un dato no problemático, perceptible objetivamente; por el contrario, para el psicoanálisis, la realidad no está dada “ahí fuera”; es construida, en sí misma, de modo discursivo.
El supuesto cambio de ideas de Freud, de 1897, no significó negar la veracidad fáctica de todos los recuerdos traumáticos de abuso sexual, sino el descubrimiento de la naturaleza fundamentalmente imaginaria y discursiva de la memoria.
Los síntomas, entonces, no se originan en hechos (supuestamente) objetivos, sino en una dialéctica compleja en la que el fantasma es fundamental.
Freud emplea el término “fantasma” para designar una escena que se presenta a la imaginación, que dramatiza un deseo inconsciente, y en la que el sujeto desempeña un papel. Esa escena fantasmatizada puede ser consciente o inconsciente; en este último caso, el analista sólo puede reconstruirla mediante indicios.
Lacan acepta la mayor parte de estas formulaciones de Freud (sobre todo, cualidad visual del fantasma como una suerte de guion que escenifica el deseo), pero pone gran énfasis en su función protectora: la escena fantasmatizada es una defensa que vela la castración, la falta en el Otro
Cada estructura clínica se distinguirá por su modo particular de usar una escena fantasmatizada para velar esa falta en el Otro. Por ejemplo: el fantasma neurótico aparece en el grafo del deseo como la respuesta del sujeto al deseo enigmático del Otro, un modo de hacer la pregunta “qué es lo que el Otro quiere de mí”. El fantasma perverso, por su parte, invierte esta relación con el objeto.
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