La historia del vínculo entre el psicoanálisis y la epistemología puede ser descrita como un largo conflicto, hecho de malentendidos y contrastes, y a veces, de alguna convergencia fructífera.
Quizás una de las causas principales de la dificultad para resolver ciertos problemas del psicoanálisis sea precisamente la falta de una “cultura epistemológica”, entendida como investigación de los fundamentos, el valor, los límites, las características y el sentido del saber científico.
Freud fue el primero en advertir estas dificultades, pero hasta cierto punto tuvo que “conformarse” (aunque también luchar) con los criterios de cientificidad de los planteos epistemológicos predominantemente positivistas de fines del siglo XIX.
Según esos criterios, una de los problemas principales del psicoanálisis para ingresar de lleno al ámbito científico era que su objeto estaba constituido por el mundo de los afectos, un ámbito totalmente proscrito para esa epistemología fundamentalmente “racionalista”.
“La ciencia se esfuerza por tener alejados algunos factores individuales e influencias afectivas”, admitía Freud en 1915, reconociendo, además, plenamente, la importancia del conocimiento científico: “No hay otra fuente de conocimiento del universo fuera de la elaboración intelectual de las observaciones examinadas con exactitud; por lo tanto, fuera de lo que llamamos investigación”.
Freud no abandonaría nunca la convicción de que el psicoanálisis debía ser, de todos modos, un saber científico. Y, en tanto disciplina científica, el psicoanálisis no podía estar privado de una reflexión de naturaleza epistemológica, autorreferencial.
Después de Freud, el conflicto entre los psicoanalistas y los epistemólogos se renovó con la aparición del neopositivismo, predominante desde los años veinte a los cincuenta del siglo XX.
Esto llevó a que los estudiosos el psicoanálisis adoptaran dos posturas generales: 1. asumir, en un primer momento, el modelo “físico-matemático” del neopositivismo (para abandonarlo después); 2. apartarse completamente de cualquier intento de profundizar epistemológicamente en los fundamentos científicos de sus disciplina.
Para esta época, por ejemplo, Wilfred Bion llegó a afirmar que el psicoanálisis no podía considerarse disciplina científica si no podía adaptarse al modelo matemático, como pretendía la epistemología neopositivista. Pero luego el mismo Bion renunció a estas pretensiones, para volcarse a un punto de vista opuesto, cuasi religioso.
Alrededor de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, comenzó a expandirse entre filósofos y psicoanalistas la concepción epistemológica, llamada hermenéutica, representada, entre otros, por Ricoeur, Habermas, Apel, Schafer.
Muchos psicoanalistas recibieron casi con entusiasmo esta nueva teoría, en tanto significaba una cierta liberación de las exigencias planteadas por la concepción neopositivista de cientificidad, y les permitía concentrarse en una posición “descriptivista” del saber psicoanalítico, privilegiando así el comprender (“Verstehen”) al explicar (“Erklaren”).
La concepción “hermenéutica” afirmaba el estatuto epistemológico del psicoanálisis en términos de autonomía y de diversidad respecto de las ciencias experimentales, en tanto disciplina caracterizada de modo inevitable por el significado y por la intencionalidad; y, por lo tanto, por criterios “hermenéuticos” propios en la justificación de sus afirmaciones.
Sin embargo, resultó difícil obviar que el saber científico debe ir siempre, de alguna manera, más allá de la descripción de los fenómenos, para ingresar en la fase, más compleja, de las hipótesis, como razones posibles, válidas y, sobre todo, generalizables, de explicación.
Por eso esta concepción se enfrentó al neopositivismo que seguía insistiendo en que el estatuto epistémico del psicoanálisis debía situarse en la línea de las ciencias experimentales, porque ésta es la única modalidad que permitiría hablar de ciencia en términos de rigurosidad y de verificación mediante criterios de control.
Una nueva dirección epistemológica de mediados del siglo XX, de origen anglosajón, la new philosophy of science, representada por Karl Popper, consideró explícitamente el psicoanálisis un saber carente de los criterios de falsificación (o falsación) y, por lo tanto, imposible de calificar como conocimiento científico propiamente dicho.
El psicoanálisis, entonces, se alejó casi totalmente de la cultura epistemológica, como esperando una nueva dirección de la filosofía de la ciencia que pudiese admitir sus específicas características y lo reconociera como disciplina científica en sus propios términos.
Esto pareció llegar con la propuesta del modelo epistemológico anárquico de Feyerabend, que fue recibido por los psicoanalistas de modo favorable, aunque contribuyó a ahondar las diferencias ya existentes.
Sólo con el objetualismo, teoría surgida en las últimas décadas, se puede hablar de una epistemología capaz de aceptar las exigencias específicas, no sólo del psicoanálisis, sino también de todas las ciencias humanas, reconociendo las características de objetividad, rigurosidad, verificabilidad y falsificación, aunque en términos analógicos.
Admitiendo en todo momento que la epistemología es un saber (como todos) situado e histórico, no se puede dejar de plantear las siguientes interrogantes: ¿cuáles son la naturaleza y la especificidad del conocimiento psicoanalítico?, ¿es de naturaleza filosófica o bien puede tratarse de una disciplina científica?
Para la disciplina psicoanalítica, no parece sostenible la tesis de la corriente pospopperiana (Feyerabend, Rorty), que niega el valor ontológico del contenido científico y, en consecuencia, también el valor cognoscitivo del saber científico, porque también en el psicoanálisis es posible, mediante el uso de instrumentos conceptuales (de naturaleza no lingüística) —las interpretaciones transferenciales-contratransferenciales—, afirmar o negar algunas propiedades del referente.
Es posible salir de la ambigüedad de una relación analítica solamente identificando el referente específico que puede permitir el conocimiento del significado particular, recogido por el analista operativamente (o sea, a través de la propia contratransferencia), en términos de probabilidad.
En el psicoanálisis, como en las ciencias humanas en general (y hasta en la física cuántica), la certeza nunca es absoluta, sino que siempre es relativa o probable. Dado que la realidad psíquico-mental (como la realidad social, política, económica) es compleja, no es posible escapar del “principio de la sobredeterminación” de las causas o de los fines.
El significado de la relación analítica no es resultado de una creación o construcción del analista, porque esto significaría negar la existencia, en el paciente, del referente específico (este o aquel sentimiento, esta o aquella fantasía, etc.). En realidad, el sentido particular de cada momento de la relación analítica se recoge.
Pero la realidad del referente específico no es “absoluta”, sino “relativa” a ese momento histórico y específico; no es “definitiva”, sino “momentánea”, porque está ligada a la transformación de la historia del paciente, realidad intrapsíquica e intersubjetiva que deviene y se transforma. Pero también el conocimiento de esa realidad no será absoluto ni definitivo, sino relativo.
Se trata de pasar del realismo ingenuo de fines del siglo XIX a un realismo moderado, excluyendo el relativismo radical y absoluto. Y de valorizar cada vez más el instrumento operativo de la contratransferencia porque sólo su uso correcto (según criterios metodológicos de rigurosidad) permite al analista precisar el sentido de la transferencia del paciente en los diversos momentos de la relación analítica.
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