El falo es uno de los tres elementos del triángulo imaginario que constituye la fase preedípica, con la madre y el niño. La madre desea ese “objeto”, y el niño intenta satisfacer el deseo de ella, identificándose con el falo o con la madre fálica.
En el complejo de Edipo, el padre (la función paterna) interviene como un cuarto término en ese triángulo imaginario, castrando al niño; es decir que le hace imposible identificarse con el falo imaginario. Entonces, el niño debe optar entre aceptar su castración (que él no puede ser el falo de la madre) o rechazarla. Lacan dice que tanto los niños como las niñas tienen que asumir su castración: renunciar a la posibilidad de ser el falo de la madre (“con independencia de las diferencias anatómicas de los sexos”). Esa renuncia abre el camino a una relación con el falo simbólico, que sí es diferente para cada sexo; el hombre lo tiene, pero la mujer no. El falo imaginario que circula entre madre y niño instituye la primera dialéctica en la vida de este; una dialéctica imaginaria que prepara el camino hacia lo simbólico, porque se hace circular un elemento imaginario casi como si fuera un significante (el falo se convierte en un “significante imaginario”). El falo, entonces, también es un objeto simbólico y un significante. Esta idea del falo como significante es retomada y elaborada hasta convertirse en el elemento esencial de la teoría lacaniana del falo, donde este se describe como “el significante del deseo del Otro” y como el significante del goce. El falo no es un fantasma ni un objeto; tampoco, el órgano (pene o clítoris) que simboliza. El falo es un significante destinado a designar como un todo los efectos del significado. Si los complejos de castración y de Edipo giran en torno al falo imaginario, la pregunta por la diferencia sexual gira en torno al falo simbólico. Tanto el sujeto masculino como el femenino asumen su sexo a través del falo simbólico. En 1961, Lacan afirmará que el falo simbólico es lo que aparece en el lugar de la falta del significante en el Otro. No es un significante cualquiera sino la presencia real del deseo en sí, “el significante que no tiene significado”. De aquí la dura crítica de Derrida a Lacan: el falo aparece como un elemento trascendental y garantía ideal del sentido, pero ¿cómo puede haber un “significante privilegiado”, cuando todo significante se define solamente por sus diferencias con los otros significantes? Si no, el falo reintroduciría la metafísica de la presencia que Derrida denomina “logocentrismo” y que, articulada con el supuesto “falocentrismo” lacaniano, daría un sistema que bien podría llamarse “falogocéntrico”.
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