En 1958, el psicoanalista de la “escuela británica” Donald W. Winnicott publicó uno de sus artículos más famosos, “La capacidad para estar a solas”.
En ese artículo, Winnicott se propone hacer “un examen de la capacidad individual para estar a solas, partiendo del supuesto de que esta capacidad constituye uno de los signos más importantes de madurez dentro del desarrollo emocional”.
En muchos tratamientos psicoanalíticos, quizás la mayoría, llega un momento en el que la aptitud para estar a solas resulta muy importante para el paciente. Esto puede estar indicado por una fase o sesión silenciosa, pero que, en vez de mostrar resistencia por parte del paciente, es un logro, y hasta una hazaña. Tal vez se trate de la primera vez en que el paciente es capaz de estar verdaderamente a solas consigo mismo.
Winnicott subraya que la teoría psicoanalítica se ha dedicado mucho más al temor, e incluso al deseo, de estar a solas, que a la aptitud que se tiene para eso y cómo lograrla; también ha realizado muchos trabajos sobre el estado de replegamiento, la organización defensiva que supone el temor del paciente a ser perseguido. Pero ha faltado un estudio más profundo de los aspectos positivos de la capacidad para estar a solas, que los tiene.
Si hay relaciones bipersonales (madre-hijo) y triangulares (complejo de Edipo), ¿por qué no hablar también de relaciones unipersonales? Parecería que el narcisismo, secundario o primario, constituye “la relación unipersonal por antonomasia”. Pero ¿cómo pasar de las unas a la otra?
Winnicott constata algo que parece obvio: hay personas incapaces de estar a solas; la intensidad de su dolor psíquico es difícil de imaginar. Otras, en cambio, incluso antes de salir de la niñez, ya han aprendido a gozar de la soledad, e incluso a valorarla.
El punto esencial de la propuesta winnicottiana es el siguiente: aunque la capacidad para estar solo puede ser resultado de varios tipos de experiencias, sólo una es fundamental. Se trata de la experiencia, que se tiene en la infancia y en la niñez, de estar solo en presencia de la madre.
Según Winnicott, entonces, la capacidad para estar solo se basa en una suerte de paradoja: estar a solas cuando otra persona se halla presente.
Esto implica una relación bastante especial, la que se establece entre el pequeño que está solo y la madre (real o sustituta) que está con él, aun representada por la cuna, el cochecito o el ambiente general que lo rodea. A esta relación, el analista británico la llama “relación del ego”; se refiere a la relación entre dos personas, una de las cuales, al menos, está sola. (Pueden estarlo las dos, pero lo importante es que la presencia de cada una sea importante para la otra.)
En este punto, Winnicott da un ejemplo o comparación: después de un coito satisfactorio, cada miembro de la pareja está, en cierto sentido, solo y contento con su soledad. Esta capacidad de disfrutar la soledad al lado de otra persona, que también está sola, constituye un indicio de salud. Es una soledad compartida, libre de “retraimientos” defensivos.
¿De qué depende esta capacidad en el individuo? De su aptitud para asimilar los sentimientos provocados por la escena primaria (la situación en la que el niño percibe o imagina una relación violenta entre los padres, que en realidad es una cópula). Si se trata de un niño “normal”, será capaz de dominar lo que hay de odio en esa situación, y de ponerlo al servicio de la masturbación; en este caso, la asimilación no va a presentar mayores problemas.
“En la masturbación, la responsabilidad total de la fantasía consciente e inconsciente es aceptada por el niño, que es la tercera persona en una relación triangular”. El poder estar solo en circunstancias como esta implica una madurez del desarrollo erótico y una potencia genital; incluso muestra la existencia de cierta tolerancia a la ambivalencia. El individuo logra identificarse con los dos componentes de la pareja padre-madre.
Sin embargo, todo el proceso así descrito implica mayores complejidades aun, ya que, como se ha dicho, conduce a una capacidad para estar solo que es casi sinónimo de madurez emocional.
En términos de Melanie Klein (continúa D. W. Winnicott), la capacidad de estar solo depende de la existencia, en la realidad psíquica del individuo, de un objeto bueno.
En el infante, la interiorización de un pecho o un pene “buenos” (o de unas relaciones buenas) ha sido suficiente para que se sienta seguro frente al presente y al futuro. La relación entre él y sus objetos interiorizados (junto con su confianza hacia las relaciones interiorizadas) le otorga cierta suficiencia para la vida, de manera que es capaz de sentirse satisfecho incluso ante la ausencia temporal de objetos y estímulos externos.
La madurez emocional, de la cual forma parte esencial la capacidad para estar solo, implicaría que el sujeto tuvo la oportunidad de creer en un medio ambiente favorable, gracias a una buena maternalización. Esta creencia se va desarrollando de a poco, mediante la repetición de la satisfacción de los instintos. (Todo esto tendría lugar en una fase del desarrollo individual anterior a aquella en la que rige el complejo de Edipo de la teoría freudiana clásica.)
¿Es posible que un niño o un bebé —se pregunta Winnicott— estén solos en una fase tan temprana? En efecto, las experiencias infantiles de estar a solas en presencia de alguien pueden ocurrir en una fase muy temprana, cuando la inmadurez es compensada por el sostén del ego proporcionado por la madre. Con el tiempo, el individuo introyecta a la madre sostenedora del ego y, así, se capacita para estar solo sin necesidad de buscar el apoyo constante de la madre, o de la función materna.
El individuo que dice “Yo estoy solo” ya se está afirmando como unidad: la integración es un hecho; mediante estas palabras, no se limita a poseer una forma, sino que además posee ya una vida. Es capaz de llegar a esa fase sólo porque existe un medio que lo protege; este ambiente protector es la madre preocupada por su hijo y orientada hacia la satisfacción de las necesidades del ego de este, gracias a su identificación con él.
Así se completa, y se justifica, la paradoja por la cual la capacidad para estar solo se basa en la experiencia de “estar a solas” en presencia de otra persona; sin experimentar suficientemente esa situación, es imposible que el sujeto desarrolle una capacidad para estar solo.
Winnicott examina con más precisión la relación entre el niño y la madre, profundizando en lo que él llama “relación del ego”. La considera tanto la base de la amistad como la matriz de la transferencia analítica.
Los impulsos del ello sólo refuerzan al ego cuando ocurren dentro de una estructura de relación del ego. De este modo, se comprende la importancia de la capacidad para estar a solas: únicamente al estar solo (en presencia de otra persona), el niño es capaz de descubrir su propia vida personal.
Es importante que haya alguien disponible para el niño, alguien que esté presente, aunque sin exigir nada. Así, una vez producido el impulso del ego, la experiencia puede resultar fructífera, y el objeto podrá consistir en una parte o la totalidad de la persona presente; es decir: la madre. Solamente en estas condiciones, es posible que el niño viva una experiencia con la sensación de que esta es real.
El individuo que ha podido crearse la capacidad para estar solo será capaz, en todo momento, de redescubrir el impulso personal; el hecho de estar solo es algo que, paradójicamente, da a entender que otra persona se halla presente. Con el tiempo, el individuo adquiere la capacidad de renunciar a la presencia real de la madre o de su figura sustituta. Es un “medio ambiente interiorizado” (algo aun más primitivo que una “madre introyectada”).
En la relación del ego, hay un punto culminante, que hasta podría denominarse, aunque parezca exagerado, “orgasmo del ego”. En la persona “normal”, es posible que se dé una experiencia sumamente satisfactoria (por ejemplo, ante una manifestación artística, en una relación de amistad, etc.) que merece ser llamada de esa manera, para acentuar que se trata de una especie de éxtasis, que posee una gran importancia.
El niño que denominamos “normal” es capaz de jugar, de excitarse y sentirse satisfecho con su juego, sin la amenaza de un orgasmo físico producido por una excitación local. Este juego feliz del niño y la experiencia de un adulto durante un concierto responden igualmente a la sana noción de “orgasmo del ego”.
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