Definición de melancolía: Afectación profunda del deseo, que se caracteriza, en general, por una específica pérdida subjetiva, la del yo mismo. Es una entidad clínica y un estado psíquico. El término deriva del griego melas (negra) y khole (bilis); desde la Antigüedad, nombra una forma de perturbación que se distingue por el ánimo sombrío, una tristeza profunda, un estado depresivo que puede llevar al suicidio, y por manifestaciones de temor y desaliento.
Freud la consideraba la psiconeurosis por excelencia.
Como entidad clínica, la melancolía forma parte de la reflexión nosológica freudiana; en particular, de la distinción entre neurosis actuales, psiconeurosis de defensa o de transferencia y psiconeurosis narcisistas. Es el paradigma de estas últimas; se define como una depresión profunda y estructural, marcada por una desaparición del deseo y un extremo desinvestimiento narcisista. En pocas palabras, es una patología del deseo, que se constituye en torno a una pérdida narcisista grave.
Como estado psíquico, la melancolía, que debe distinguirse del duelo, se relaciona con los conceptos de libido, narcisismo, yo, objeto, pérdida, etc. Revela claramente las estrechas relaciones que existen entre el yo y el objeto, el amor y la muerte; muestra cómo el sujeto se estructura por la falta.
Freud, en “Duelo y melancolía” (1916), define el duelo como un estado “normal” debido a la perdida de un objeto amado, y también como un trabajo psíquico especial, cuyo objetivo es que el sujeto pueda renunciar finalmente a ese objeto perdido. La melancolía, por su parte, no es sólo un duelo patológico (donde ese trabajo no ha ocurrido); también se diferencia por la naturaleza del objeto perdido. Entonces, Freud señala que el objeto perdido del melancólico es el yo mismo. De aquí la calificación de la melancolía como “psiconeurosis narcisista”, ya que en ella se trata de una ruptura de la función del narcisismo.
En 1923, Freud va a completar la idea: finalmente, la melancolía produce el mismo trabajo que el duelo pero, mientras este le permite al sujeto renunciar al objeto perdido, para poder reencontrar su propio investimiento narcisista y su capacidad de desear nuevamente, la melancolía, llevando al sujeto a renunciar a su yo, lo lleva también a una posición de renunciamiento general, de abandono, de dimisión deseante; de ahí el frecuente pasaje al acto suicida.
Lacan no elaboró una concepción particular y completa de la melancolía. La ubicó, sí, netamente, del lado de las psicosis, marcando la posición que allí ocupa el sujeto: la del “dolor en estado puro”, el dolor de existir; la melancolía sería una de las pasiones del ser.
Hay que distinguir el concepto de pérdida del de falta. Esta es fundante del deseo subjetivo (solo se desea porque se carece de algo); aquella, en cambio, hace vacilar el deseo, porque le trae al sujeto el sentimiento de que el objeto perdido es el que verdaderamente deseaba; es decir, presentifica al objeto faltante, el objeto a, colmando así su falta y obturando su función.
El objeto perdido del melancólico es aquel que (al contrario del objeto del neurótico) nunca le ha faltado: lo posee por medio de su pérdida misma, y esta posesión sofoca todo deseo.
La melancolía, también, puede ejemplificarse como un extremo del enamoramiento, ese estado en que el sujeto no es nada en comparación con el todo del objeto amado (e idealizado); un extremo que perdura (mientras el amor apenas dura) e impulsa definitivamente al sujeto a la órbita de la pulsión de muerte.
Lacan ve en la melancolía la marca del desfallecimiento del discurso, cuya ilustración fundamental es el suicidio: el punto en el que ya no hay palabra posible ni posibilidad de dirigirse al Otro.
Apenas introducido en el campo del deseo, suspendido del deseo del Otro, el sujeto melancólico se vería enfrentado a la súbita desaparición o desafección de este último. Paradójicamente, el significante “nada” explica la huella dejada por el Otro y garantiza al sujeto melancólico su inscripción en la cadena simbólica. Así, más que negarla, afirma la castración, ya que el Otro no está a la altura del modelo ideal del que él lo hace portador; el melancólico repite la catástrofe original (que ignora), pero cuyos efectos percibe en la falla que señala en el Otro.
En la génesis de la melancolía, hay interrupción de un movimiento in statu nascendi que deja al sujeto víctima del anonadamiento. Y se entiende así que la defensa primaria contra tal trauma se construya sobre el rechazo de toda investidura de la realidad.
Finalmente, ignorando que continúa sucumbiendo a los efectos de la catástrofe original, al sujeto melancólico no le queda más recurso que remitirse a un destino al que atribuye la omnipotencia del Padre mítico, y detrás del cual se perfila la crueldad de un superyó arcaico. Al abandonarse así, el melancólico “acepta” llevar sobre sí mismo la falta ignorada de las generaciones, que le asegura el lugar de excepción que ocupa en el orden de la verdad; y mantiene su lenguaje en el orden simbólico, pero sometido a una alternativa absoluta: el ideal o la muerte.
El melancólico, por una parte, sabe a quién ha perdido, pero no lo que ha perdido en el objeto que desapareció; por otra parte, parece acercarse, más que otros, a esa verdad cuya cercanía necesariamente enferma.
Se trata de esa verdad que, en el discurso melancólico, se expresa en forma de argumentos “filosóficos”: “De todos modos no hay sentido, no hay una verdad, y por eso no vale la pena hacer nada”, etc. El sujeto se hunde en una apatía enfermiza, que lo lleva a repetir indefinidamente las mismas declaraciones (generalmente, con una voz neutra, sin ninguna entonación).
La atención del psicoanalista debe dirigirse a la posición del sujeto que, así expresada, se habrá reconocido como una figura particular de la castración. El melancólico afirma la castración subrayando el sinsentido de la vida; cree que el destino le ha legado esa verdad mortal dándole un lugar de excepción.
Se advierte claramente que, en esta posición, se entrelazan sufrimiento y goce; por eso, el sujeto melancólico no está dispuesto a abandonarla sin alguna compensación.
El hecho de que el melancólico no sepa lo que ha perdido en el objeto, y trate de resolver las consecuencias de la pérdida por medio de la identificación narcisista, indica que, a través del objeto, apunta a una imagen que puede provocar su propio derrumbe si sufre la más mínima modificación. En los melancólicos, se observa ese tipo de apego que, ante la menor dificultad, se rompe tan rápidamente como ha comenzado; en cada caso, se renueva la decepción de una supuesta “traición”.
Pero ¿en qué medida el propio sujeto anticipa la ruptura que atribuye al otro? El otro, sin duda, se ve obligado a sostener una imagen ideal que no debe desfallecer a ningún precio. La falla narcisista podría situarse en el nivel de la constitución de esta imagen que parece confundirse con un modelo ideal, de tal rigidez que queda definitivamente fuera de alcance para el sujeto.
El “no soy nada” del melancólico atestigua esa experiencia traumática: significa el desfallecimiento de la imagen especular y la condena del destino.
Los sueños de los melancólicos suelen poner en escena personajes de mirada “perdida en la lejanía”, que el soñante trata de aferrar vanamente. Ese vacío de la mirada, relacionado con el sentimiento de desvitalización del mundo, los incita a buscar, “detrás de las cosas”, indicios de una verdad oculta.
Pero, detrás del marco vacío (detrás del espejo), no hay nada.
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